“Vende todo
lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”, dijo Jesús. Pero basta con mirar
al Vaticano para ver que algo no cuadra. Jesús nació en un pesebre, caminó
descalzo, vivió sin posesiones y predicó entre marginados. Su mensaje era
directo, incómodo, radical. Él decía que hay que amar sin medida, compartir
todo, no acumular nada. Sin embargo, la institución que dice representar ese
mensaje se sienta sobre tronos de oro, propiedades multimillonarias, alianzas
políticas y privilegios que la hacen prácticamente intocable. La Iglesia ha
acumulado durante siglos una fortuna incalculable. El Estado Vaticano, además
se ser centro espiritual, es un centro económico: posee inversiones en bancos
internaciones, propiedades en las capitales más caras del mundo, una colección
de arte valuada en miles de millones y bienes inmuebles que abarcan
continentes. Mientras tanto, millones de personas mueren de hambre, sed o
enfermedades curables en países donde la Iglesia tiene presencia misionera
desde hace siglos. ¿Cómo se sostiene esta contradicción entre el lujo del clero
y la miseria de los fieles?
En muchos
países, la Iglesia no paga impuestos. Tiene exenciones fiscales, recibe
subvenciones del Estado, cobra donaciones millonarias y sigue beneficiándose de
leyes diseñadas en otra época. Mientras un trabajador paga su IVA, IRPF y lucha
por llegar a fin de mes, la Iglesia celebra misas en templos exonerados de
tributos, alquila propiedades sin pagar IBI y mantiene colegios concertados
financiados con dinero público. Se predica el desapego mientras se administra
un imperio. Se habla de humildad desde la opulencia. Y eso, más que Evangelio,
parece hipocresía.
Tampoco es
menor la trampa del llamado “desapego” dentro de la vida religiosa. Cuando alguien
entra en una orden, ya sea como monja o fraile, dona todo lo que tiene. Su tiempo,
su energía, sus bienes. Hace votos de pobreza, obediencia y castidad. Pero si
un día, tras años de servicio, decide salir, se encuentra con las manos vacías.
Nada a su nombre. Ni casa ni ahorros, ni siquiera respaldo emocional. Muchos exreligiosos
han acabado en la calle o dependiendo de la caridad ajena. Sirvieron a una
institución que se nutrió de ellos, y luego fueron desechados. ¿Dónde quedó el
amor cristiano al prójimo? ¿Dónde la caridad?
Y luego están
los crímenes. Lo más horribles. La iglesia ha protegido durante décadas a
abusadores sexuales. Curas pederastas que fueron trasladados en lugar de juzgados.
Diócesis que silenciaron víctimas. Obispos que encubrieron. Papas que callaron.
Lo sabían. Muchos los sabían. Y no hicieron nada. O hicieron lo peor: proteger
a los agresores. Los casos se cuentan por miles: Irlanda, Estados Unidos, Chile,
España, Francia, México… La herida está abierta y supura el dolor. Las víctimas
siguen esperando la justicia. Las disculpas no bastan. El perdón cristino no
puede ser excusa para la impunidad.
Y si miramos
al pasado, la historia no mejora. En nombre de la fe, se organizaron cruzadas,
se quemaron herejes, se exterminaron culturas, se conquistaron territorios. La
cruz fue impuesta con sangre. Jesus hablaba de amar al enemigo. La Iglesia
bendijo espadas. La Inquisición torturó en nombre de Dios. La colonización
borró lenguas, dioses y pueblos enteros en nombre de la conversión. ¿Evangelizar?
¿O dominar?
Todo esto se
sostiene sobre una versión oficial de Jesús que la Iglesia canonizó a su
medida. Pero hay otros textos. Evangelios que quedaron fueran del canon. Son
los llamados evangelios apócrifos. En ellos aparece un Jesús más libre, más
humano, más profundo. En el Evangelio de Tomás, por ejemplo, Jesús dice: “El
Reino está dentro de vosotros y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis a
vosotros mismo, entonces seréis conocidos”. Es un mensaje que habla de
espiritualidad interior, sin templos, ni jerarquías, sin necesidad de
intermediarios. En el Evangelio de Felipe leemos: “La verdad no vino al mundo
desnuda, sino vestida en símbolos e imágenes”. Y quizás por eso la Iglesia se
quedó con los símbolos… y olvidó la verdad. Estos textos no fueron aceptados
por la Iglesia porque desestabiliza su poder. Porque muestran a un Cristo que
no necesita instituciones, dogmas ni jerarquías. Y eso no conviene cuando uno
ha construido un imperio.
La fe no es
el problema. La espiritualidad no es el enemigo. Millones de creyentes viven su
fe con sinceridad, humildad y entrega. Pero la cúpula institucional de la
Iglesia -su poder político, su riqueza, su estructura jerárquica- está lejos,
muy lejos, de aquel carpintero pobre que decía: “Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Hoy, el Reino parece pertenecer
a los que mandan, a los que acumulan, a los que callan crímenes y viven del
dinero de otros. La pregunta ya no es si la Iglesia está del lado de los
pobres. La pregunta es si está del lado de Cristo.
“¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Que limpiáis por fuera la copa, pero
por dentro estáis llenos de robo y avaricia”. Mateo 23,25. Jesús lo dijo hace
dos mil años. Y parece que sigue teniendo razón.
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