Si alguna vez hubo una persona hecha de puro
instinto de supervivencia y orgullo de clase obrera, ese es Rocky Balboa, el ex
boxeador de poca monta que protagoniza la película homónima de 1976. Dirigida
por John G. Aveldsen y escrita por su protagonista, Sylvester Stallone, esta
cinta es un drama deportivo con una fuerte carga emocional, envuelto en la
crudeza de una Filadelfia gris y golpeada por la vida. Ganadora del Óscar a la
Mejor Película, su éxito no solo radica en el ring, sino en la humanidad con la
que retrata a su personaje principal.
Escribo sobre Rocky porque, casi cincuenta años
después de su estreno, la película sigue siendo un referente ineludible del
cine de superación y deporte. Y porque, en tiempos donde el cine parece más
preocupado por los efectos digitales y franquicias vacías, revisar una historia
tan brutalmente honesta como esta es casi un acto de resistencia. Rocky no solo
es una película sobre boxeo: es un testimonio de la lucha contra la mediocridad,
del deseo de agarrarse a un atisbo de grandeza cuando el destino ya parece
haberte sentenciado.
El argumento es simple: Rocky Balboa (Stallone)
es un boxeador de tercera que sobrevive a base de peleas de barrio y cobranzas
para un prestamista. Su vida parece destinada a la irrelevancia hasta que el
campeón del mundo, Apollo Creed (Carl Weathers), le da una oportunidad
inesperada: un combate por el título. Pero lo interesante aquí no es el combate
en sí, sino lo que representa. Rocky no sueño con ganar; sueña con demostrar
que puede aguantar en pie hasta el final, que puede ser alguien en un mundo que
le ha dado la espalda. A su lado, la tímida y entrañable Adrian (Talia Shire) y
el cascarrabias Mickey (Burgess Meredith) completan un cuadro de personajes tan
reales que parecen sacados de cualquier barrio obrero de la época.
La película bebe de un realismo casi
documental. Alvildsen filma con una estética sucia y despojada de artificios,
logrando que cada plano huela a sudor y desesperanza. La Filadelfia de Rocky no
es turística ni luminosa, es un lugar hostil donde los sueños se pudren y solo
los locos insisten en perseguirlos. Destaca el uso de la cámara en mano en los
entrenamientos, dotando de una fisicidad cruda a las escenas, y el icónico
plano de Rocky subiendo las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, que es
una de las imágenes más potentes del cine de los setenta.
Stallone, contra todo pronóstico, da en el
clavo con su interpretación. Su Rocky es torpe, rudo, pero con un corazón
enorme. No es un héroe convencional, sino un hombre atrapado en sus propias
limitaciones, con un dolor silencioso que se filtra en cada gesto. Su guion, sencillo,
pero certero, evita los excesos sentimentales y se sostiene sobre la autoridad
de los diálogos.
Rocky no inventó el cine de boxeo, pero lo
redefinió. Es hija legítima de The Set Up (1949) y Fat City (1972), pero con un
halo más esperanzador. El cine posterior ha explotado hasta la saciedad la
historia del desvalido que desafía las probabilidades, pero pocas veces con la
honestidad y crudeza de esta película.
No es perfecta, claro. Hay momentos donde la
narrativa se alarga innecesariamente y algunas actuaciones secundarias caen en
lo caricaturesco. Pero todo eso se disuelve cuando llega el combate final,
filmado con una violencia coreografiada que, sin perder realismo, transmite una
épica emocional que Hollywood ha intentado imitar desde entonces sin lograrlo
del todo.
Casi medio siglo después, Rocky sigue golpeando
fuerte. No porque nos hable de un boxeador, sino porque nos recuerda que, a
veces, simplemente resistir es suficiente. Y eso, en un mundo que rara vez
otorga segundas oportunidades, es más inspirador que cualquier victoria.