domingo, 2 de marzo de 2025

Rocky (1976): La epopeya del perdedor con alma

 

Si alguna vez hubo una persona hecha de puro instinto de supervivencia y orgullo de clase obrera, ese es Rocky Balboa, el ex boxeador de poca monta que protagoniza la película homónima de 1976. Dirigida por John G. Aveldsen y escrita por su protagonista, Sylvester Stallone, esta cinta es un drama deportivo con una fuerte carga emocional, envuelto en la crudeza de una Filadelfia gris y golpeada por la vida. Ganadora del Óscar a la Mejor Película, su éxito no solo radica en el ring, sino en la humanidad con la que retrata a su personaje principal.

Escribo sobre Rocky porque, casi cincuenta años después de su estreno, la película sigue siendo un referente ineludible del cine de superación y deporte. Y porque, en tiempos donde el cine parece más preocupado por los efectos digitales y franquicias vacías, revisar una historia tan brutalmente honesta como esta es casi un acto de resistencia. Rocky no solo es una película sobre boxeo: es un testimonio de la lucha contra la mediocridad, del deseo de agarrarse a un atisbo de grandeza cuando el destino ya parece haberte sentenciado.

El argumento es simple: Rocky Balboa (Stallone) es un boxeador de tercera que sobrevive a base de peleas de barrio y cobranzas para un prestamista. Su vida parece destinada a la irrelevancia hasta que el campeón del mundo, Apollo Creed (Carl Weathers), le da una oportunidad inesperada: un combate por el título. Pero lo interesante aquí no es el combate en sí, sino lo que representa. Rocky no sueño con ganar; sueña con demostrar que puede aguantar en pie hasta el final, que puede ser alguien en un mundo que le ha dado la espalda. A su lado, la tímida y entrañable Adrian (Talia Shire) y el cascarrabias Mickey (Burgess Meredith) completan un cuadro de personajes tan reales que parecen sacados de cualquier barrio obrero de la época.

La película bebe de un realismo casi documental. Alvildsen filma con una estética sucia y despojada de artificios, logrando que cada plano huela a sudor y desesperanza. La Filadelfia de Rocky no es turística ni luminosa, es un lugar hostil donde los sueños se pudren y solo los locos insisten en perseguirlos. Destaca el uso de la cámara en mano en los entrenamientos, dotando de una fisicidad cruda a las escenas, y el icónico plano de Rocky subiendo las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, que es una de las imágenes más potentes del cine de los setenta.

Stallone, contra todo pronóstico, da en el clavo con su interpretación. Su Rocky es torpe, rudo, pero con un corazón enorme. No es un héroe convencional, sino un hombre atrapado en sus propias limitaciones, con un dolor silencioso que se filtra en cada gesto. Su guion, sencillo, pero certero, evita los excesos sentimentales y se sostiene sobre la autoridad de los diálogos.

Rocky no inventó el cine de boxeo, pero lo redefinió. Es hija legítima de The Set Up (1949) y Fat City (1972), pero con un halo más esperanzador. El cine posterior ha explotado hasta la saciedad la historia del desvalido que desafía las probabilidades, pero pocas veces con la honestidad y crudeza de esta película.

No es perfecta, claro. Hay momentos donde la narrativa se alarga innecesariamente y algunas actuaciones secundarias caen en lo caricaturesco. Pero todo eso se disuelve cuando llega el combate final, filmado con una violencia coreografiada que, sin perder realismo, transmite una épica emocional que Hollywood ha intentado imitar desde entonces sin lograrlo del todo.

Casi medio siglo después, Rocky sigue golpeando fuerte. No porque nos hable de un boxeador, sino porque nos recuerda que, a veces, simplemente resistir es suficiente. Y eso, en un mundo que rara vez otorga segundas oportunidades, es más inspirador que cualquier victoria.

 


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