miércoles, 17 de septiembre de 2025

DIOS NO BAILA A NUESTRO RITMO

 



Hace unos días escuché a un anciano en una plaza hablar solo. Tenía el rostro marcado por los años, la mirada perdida en un horizonte que parecía no pertenecer a este mundo. Murmuraba frases que casi nadie entendía, mientras a su alrededor los jóvenes reían, los niños corrían y los adultos se apresuraban mirando sus móviles. Nadie lo escuchaba.

Me quedé un momento observándolo y me pregunté si en sus palabras había una verdad escondida. Un eco de lo que hoy no queremos oir. En aquel instantante comprendí lo que dice el Evangelio, vivimos en una sociedad que pide señales, pero que nunca está satisfecha. Juan, el Bautista, fue demasiado austero, Jesús demasiado cercano. Siempre hay una excusa para no escuchar, siempre un motivo para dudar, siempre un dedo acusador que evita mirar hacia adentro.

Lo fascinante es que esta misma historia se repite en nosotros. Queremos que Dios se acomode a nuestros deseos. Esperamos que dance con nuestra música, que llore con nuestras tristezas, que aplauda nuestras victorias. Y cuando no lo hace, lo cuestionamos. Lo acusamos y lo descartamos.

Pero la Sabiduría divina no se adapta a nuestros caprichos. Ella se mueve en otra frecuencia. Y el que no afina su corazón, se la pierde.

La pregunta es incómoda pero necesaria. ¿No seremos nosotros esa generación que Jesús describió? Esa que, atrapada en la queja y en la crítica, termina por no reconocer a Juan ni a Cristo. Ni al Dios austero ni al Dios cercano. El reto de hoy es dejar de esperar que la vida actúe según nuestro guion y atravernos a escuchar lo que parece un murmullo perdido en la plaza. Porque quizá en ese murmullo este Dios llamando a nuestro corazón.

El mundo actual está lleno de ruido, de titulares escandalosos, de voces que prometen sentido y nos deja vacíos. Pero la Sabiduría se reconoce no en el grito, sino en la vida que florece cuando alquien escucha de verdad.

Cristo sigue viniendo a nuestras mesas, sigue entrando en nuestros desiertos, sigue buscando un oído atento. Y la pregunta es clara, tan clara como urgente. ¿Tendrás el coraje de escucharlo aunque no suene como tú esperabas?

sábado, 13 de septiembre de 2025

Lo que Jesús nos reveló sobre la muerte y que aún ignoramos

 


Cuando nos acercamos a los dichos de Jesús registrados en el Evangelio, nos encontramos con una enseñanza que trasciende lo meramente doctrinal y nos introduce en los límites de lo humano y lo divino. En el pasaje donde Cristo se despide de sus discípulos, dice "no se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas...". Este mensaje, en apariencia sencillo, es en realidad un mapa de la conciencia humana ante la muerte y la eternidad.
Los discípulos, en su humanidad, están turbados. El maestro que les ha guiado, que ha iluminado sus vidas y que ha sido referencia constante, está a punto de desaparecer de su mundo físico. La oscuridad se cierne sobre ellos. La noche de la existencia parece cerrarse y sus corazones tiemblan ante la fragilidad de la vida. Pero Jesús no les ofrece consuelo superficial, les revela un principio profundo. La confianza.
En la tradición hebraica, la palabra que tradujimos en su día como "creer" debería entenderse más bien como "confiar". Confiar implica un abandono activo, un dejarse sostener por la realidad misma, un reconocimiento de que la vida está custodiada por una inteligencia suprema. La muerte deja de ser un fin cuando se entiende que somos acogidos por esa casa del Padre, y que las moradas que nos prepara Jesús no son un espacio físico, sino un estado de conciencia en el que cada ser encuentra su lugar.
Aquí se manifiesta un fenómeno que trasciende cualquier dogma. La confianza es luz que ilumina sin distinciones. Como una lámpara que no decide qué iluminar, la confianza ilumina la vida, la muerte, al amigo y al enemigo, lo divino y lo humano. No es propiedad de una religión ni de un credo, es un don que transforma la percepción misma de la existencia. En este sentido, cuando Jesús afirma "yo soy el camino, la verdad y la vida", no habla de su persona histórica, sino del principio interior que conecta la vida ordinaria con la extraordinaria, la mente con la conciencia, lo temporal con lo eterno.
Tomás, el discípulo más inocente, le formuló una pregunta que revela el corazón del misterio. "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?" La respuesta de Jesús, "Yo soy el camino", nos enfrenta al secreto más radical. La presencia de Dios habita en nuestro corazón. No necesitamos buscar intermediarios, porque Cristo mismo nos abre el camino, la puerta se descubre a través de la oración, la meditación y la experiencia sincera de su amor. Aquí, la muerte deja de ser un final absoluto y se convierte en el paso hacia la vida plena en Dios, donde se realiza nuestra verdadera esencia en unión con Él.
La vida y la muerte, desde esta perspectiva, son solo dos caras de una misma realidad. La muerte no destruye lo esencial, disuelve únicamente la forma temporal, permitiendo que la vida, que es consciencia, continúe expandiéndose. Como afirma Jesús, la separación es aparente. "Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí, y yo en vosotros". La muerte del cuerpo físico no interrumpe esta conexión, quien ha entrado en la comprensión del Yo eterno, quien ha experimentado la confianza y el amor que trasciende la temporalidad, sigue participando de la luz divina incluso más allá de la apariencia física.
El discípulo que confía y ama no se queda en la dependencia, sino que, se transforma. La relación entre maestro y discípulo se convierte en un instrumento de transformación universal. A través del amor, el discípulo se disuelve en el maestro y, a través del maestro, en Dios. Jesús nos revela otra trinidad. Discípulo, Maestro y Dios, entrelazados en un flujo continuo de conciencia y vida eterna.
Jesús, antes de marchar, entrega la paz. "La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da, sino como yo os la doy". Esta paz no es negociable ni transaccional. No es un acuerdo, no es un trueque, ni tampoco puede ganarse o perderse. Es la manifestación del amor incondicional que permanece incluso ante la muerte. Para aquel que confía, la muerte no es un enemigo, sino la entrada a la auténtica vida, al misterio de la eternidad que late en cada ser humano.
Así, la enseñanza más profunda de Jesús no está en la forma, no está en los ritos, sino en la experiencia directa de la vida eterna, en la comprensión de que la muerte es solo un umbral hacia lo divino. En la medida que nos abrimos a esta luz, nos convertimos en testigos de la resurrección constante. La resurrección no como un evento histórico, sino como la transformación de la conciencia ordinaria en extraordinaria, de lo humano en divino, del fin aparente en eternidad.

jueves, 21 de agosto de 2025

Soledad en tiempos de productividad

 


Lo que os traigo hoy no es porque me haya metido en una secta ni mucho menos, sino porque como cristiano y persona con demasiadas horas de introspección, me paso gran parte del día dándole vueltas a la cabeza. Y hoy, no sé si por la mala noche o por la gracia del Espíritu, me he levanto inspirado. Así que allá voy. Paciencia, porque esto tiene más densidad que un sermón medieval, pero espero que al final os arranque no solo una lágrima, sino también un par de preguntas serias.

Decía Pascal que “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse tranquilos en una habitación”. Siglos después seguimos igual, solo que, con WiFi, Instagram y un smartwatch que nos recuerda cada tres horas que no caminamos lo suficiente para ser “felices”.

Vivimos en un mundo obsesionado con producir, con rendir, con demostrar que somo alguien a través de likes, abdominales y objetos que pronto acabarán en Wallapop. Nos han convencido de que el valor de nuestra vida se mide en productividad, en dinero, en experiencias publicables. Pero mientras nuestra agenda rebosa, nuestro corazón se vacía. Y de pronto nos encontramos solos, terriblemente solos, en medio de un ruido que no deja de sonar.

La Biblia no se anda con rodeos. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mc 8,36). No se puede decir más claro. Ganamos productividad, estatus, reconocimiento y a cambio perdemos lo único que no se puede reponer en Amazon Prime. El alma.

San Agustín, que sabía lo que era perderse en los vicios y buscar consuelo en lo mundano, lo dijo con esa frase que debería grabarse en la puerta de los gimnasios y oficinas. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Ahí está el problema. Queremos saciar nuestra sed con refrescos que solo dan más sed. Llenamos la agenda, vaciamos el alma.

El mundo occidental ha declarado a Dios desempleado. Lo hemos jubilado prematuramente y lo hemos sustituido por lo que Nietzsche llamaría “ídolos de barro”. La fama, el físico, la fiesta eterna, el consumo. Pero ocurre lo mismo que en una discoteca a las 6 de la mañana. Luces encendidas, música apagada y todos nos damos cuenta de que la euforia era puro maquillaje.

¿Y qué queda cuando se acaba el ruido? La soledad. Esa soledad que ya no se disfraza con filtros ni con productividad. Esa soledad que nos enfrenta a la pregunta que nadie quiere hacerse. ¿Quién soy yo cuando no produzco, cuando no tengo éxito, cuando nadie me aplaude?

Aquí es donde el Evangelio se convierte en un bofetón lleno de ternura. Porque Cristo no recuerda que no somos esclavos de la productividad, sino hijos. Y que la vida no consiste en demostrar nada al mundo, sino en dejarnos amar. Él mismo buscaba el silencio, se retiraba a orar, porque sabía que sin esa raíz, todo lo demás es humo.

La paradoja de nuestro tiempo es cruel. Nunca hemos tenido más medios para comunicarnos, y nunca nos hemos sentido tan solos. Nunca hemos tenido más estímulos, y nunca hemos estado más vacíos. Somos como Marta, afanados y nerviosos por mil cosas, pero olvidando lo único necesario.

El camino hacia afuera nos deja exhaustos. El camino hacia dentro, hacia Dios, nos devuelve a casa. Ahí la productividad ya no importa, ahí no hay ranking, ahí no se mide el alma en rendimiento.

Quizá el gran escándalo de hoy no se la fe, sino la ternura. En un mundo que nos pide ser máquinas, Jesús nos recuerda que somos hijos. En un mundo que nos mide por lo que hacemos, Dios nos ama por lo que somos. Y esa certeza, que muchos llaman ingenuidad, es la única que puede salvarnos de esta soledad disfraza de éxito.

Al final, la pregunta no es cuánto hemos producido, sino cuanto hemos amado. Porque lo demás se desvanecerá como humo en el aire. Pero el amor, diría San Pablo, nunca pasa.

Y sí, probablemente mientras lees esto, tu móvil ya te ha notificado tres correos del trabajo. No pasa nada, Respira. Haz silencio. Porque quizá en ese silencio no te encuentres solo, sino acompañado por el Único que nunca abandona.

 

viernes, 8 de agosto de 2025

¿Cuál es la isla más grande del mundo?

 

¿La isla más grande del mundo? Pues no, no es Hawái, ni Mallorca, ni esa isla que siempre confundes con una nube cuando la ves en el mapa. Es Groenlandia, ese gigante helado que parece sacado de una peli de ciencia ficción o del congelador de tu abuela.

Groenlandia mide más de 2 millones cuadrados, lo que viene a ser como poner España, Francia, Alemania, Italia y Portugal juntos, y aún sobraría espacio para bailar un botellón gigante. Eso sí, la mayoría de esa isla está cubierta de hielo, porque si no, sería demasiado buena para ser verdad.

Su nombre viene del vikingo Erik el Rojo, que, para atraer a más colonos, decidió llamarla “Tierra Verde” en plan marketing adelantado. Spoiler: la mayor parte es más blanca que un yogurt sin azúcar.

Geográficamente, está en América del Norte, pero políticamente pertenece a Dinamarca, así que es como un invitado extranjero que no se va nunca de la fiesta.

Así que ya sabes, la próxima vez que alguien te pregunta por la isla más grande, suelta Groenlandia y déjale pensando si no le habías engañado toda la vida con islas de tamaño mini.

¿Cómo nació el pueblo Mexica?

 

Imagina esto. Un grupo de viajeros nómadas que viene de Aztlán (ese mítico lugar que difícilmente encuentras en Google Maps) recibe una llamada divina. El dios Huitzilopochtli les dice que se borren sus nombres antiguos y que se llamaran Mexica. Además, les encarga encontrar su nuevo hogar. Tras varias idas y venidas, llegan al Lago de Texcoco y montan Tenochtitlan, una ciudad flotante que era como Venecia, pero con pirámides y más caos organizado.

Resulta que estos tipos eran tan cosmopolitas como obsesos del entrenamiento extremo. Montaban batallas rituales llamadas Guerras Floridas solo para conseguir prisioneros con los que hacer sacrificios que creían mantener a los dioses contentos. Nada de invasiones ni dominar por territorios, era todo muy pactado, con fuego de incienso, guerreros adornados, reglas claras y un solo objetivo. ¡Corazones frescos!

En paralelo, mientras la gente entrenaba para ser los primeros en ser capturados (porque morir sacrificados era como ganarse un pase VIP al cielo), los ingenieros mexicas estaban construyendo un sistema hidráulico digno de admirar. Dos acueductos de varios kilómetros hechos de terracota traían agua fresca desde los manantiales de Chapultepec hasta su ciudad lacustre. Uno fue destruido por una inundación, y el siguiente, levantado por  Neahualcóyotl, era tan robusto que permitía que el agua fluyera sin interrupciones mientras por abajo navegaban canoas como si fueran cales tipo Venecia nivel harcore.

¿Cómo nació el Art Nouveau?

Cartel de Alphonse Mucha. Cigarrillos Paris

                                                     Cartel de Alphonse Mucha. Cigarrillos Paris


A finales del siglo XIX, en pleno subidón de fábricas, humo y máquinas que hacían “chucuchucu” a un grupo de artista se les encendió la bombilla: “Oye, ¿y si en vez de tanto hierro feo llenamos el mundo de curvas, flores y cosas que parezcan sacadas de un sueño raro?”. Y así, sin pedir permiso, nació el Art Nouveau, que en Francia llamaban así, en España Modernismo, en Alemania Jugendstill. Vamos que cada uno lo bautizó como quiso, como si fuera un hijo secreto.

La cosa era simple. Poner belleza de en todo. En las artes gráficas, aquello fue una fiesta. Carteles, tipografías, ilustraciones… todo empezó a retorcerse con líneas onduladas, colores suaves y mujeres que parecían ninfas recién salidas de un bosque mágico. Fue como pasar del Windows 95 al Photoshop, pero en 1895.

Los grandes nombres se lo tomaron muy enserio. Alphonse Mucha, que con un cartel te vendía cigarrillos o teatro como si fuera la última maravilla del universo; Hector Guimard, que convirtió las bocas del metro de París en plantas mutantes; y Klimt, que te pintaba oro, flores y mujeres divinas como si fuera fácil. Y luego estaba Aubrey Beardsley, el que se saltó el “todo bonito” y metió erotismo, humor negro y mala leche en sus dibujos, hasta el punto de que hoy lo pondrían en la lista negra de Facebook.

El Art Nouveau vino a decir que el arte no era solo para los museos, que podía estar en una barandilla, en tu taza de café o en la etiqueta de una botella. Y lo hizo con tanto estilo que, más de un siglo después, todavía miras un póster de Mucha y piensas que es bonito y no hace falta enchufarlo a la luz.

jueves, 7 de agosto de 2025

¿Dónde están los hombres? Reflexión sobre la masculinidad en tiempos líquidos

 


“Un hombre no nace, se forja”, dijo, posiblemente, un romano. Vivimos en una época en la que los referentes masculinos no son héroes, pensadores, guerreros ni líderes. No. Hoy ser hombre es, como mucho, saber abrir una cuenta de TikTok y decir que te “identificas” como un unicornio vegano y lunar. Pero cuidado. No te atrevas a llevar la contrario o te cancelan. Estamos ante una masculinidad diluida, descafeinada, domesticada. Y peor aún, avergonzada de ser lo que es.

Si uno repasa la historia, pero de verdad, no con gafas moradas, descubre que el concepto de hombre ha estado íntimamente ligado a la virtud, la responsabilidad y el carácter.

Los griegos tenían el areté. Excelencia, virtud, dominio de uno mismo. Ser hombre no era simplemente tener barba o voz grave. Era tener honor, sabiduría y agallas. Leónidas no pidió permiso para ser varón; lo fue en cada gesto, en cada decisión. Y no se identificaba como “líder espartano no binario” cuando iba al combate.

En Roma, el ideal de vir (de ahí viene “virtud”, por cierto) era el del ciudadano que servía a la res publica (quien no sepa lo que es, que lo busque), educaba con el ejemplo y prefería la muerte al deshonor. Séneca, Cicerón o Marco Aurelio no necesitaban una cuenta de OnlyFans para validar su autoestima.

Y luego llegaron los siglos. Hombres como Carlomagno, Cervantes, Garibaldi, Dostoievski, San Juan de la Cruz, Bolívar, Marx… Todos distintos, sí, pero con cosas en común. El carácter, la fortaleza y un proyecto de vida. Hombres que construían, lideraban y guiaban. Ahora, en cambio, no.

Hoy nos venden que la masculinidad es tóxica. Que ser hombre está mal. Que, si tienes una voz firme, ya eres opresor. Que, si quieres formar una familia y educar a tus hijos con valores, eres facha. Y si no te apuntas al bingo del género fluido, te acusan de intolerante. La figura del padre se ha convertido en un adorno. El referente masculino ha pasado de ser Alejandro Magno a ser un influencer que hace bailes con filtro de mariposas. Vamos, que, si Aristóteles viviera hoy, estaría tomando Diazepam por prescripción Woke.

Mientras tanto, los chavales crecen sin dirección. Sin brújula moral. Sin ejemplos. Y con una escuela que les repite que ser hombre está mal, que deben reprimir su instinto, pedir perdón por existir y dejarse vestir de princesa “porque es inclusivo”. Vamos a decirlo claro.  No se trata de volver a un machismo rancio y chabacano. No se trata de prohibir el llanto ni imponer el silencio. Pero tampoco de borrar al varón ni disolver su identidad con un cóctel hormonal de color arcoíris.

La masculinidad es necesaria. No por nostalgia, sino por biología, cultura e historia. Un hombre equilibrado es el que protege, construye, dirige con firmeza y ama con entrega. No el que se peina con glitter y pregunta a Chat GPT como seducir con lenguaje neutro. ¿Dónde está el hombre que da un paso al frente cuando todo el mundo se esconde? ¿Dónde está el hombre que cuida sin avergonzarse, que forma sin pedir perdón, que educa sin pedir permiso? La respuesta es: lo están matando. Culturalmente. Desde los medios, desde las escuelas, desde la “nueva masculinidad” que, más que nueva, es neutra y cobarde.

El progresismo actual, ese que se disfraza de empatía y solo escupe dogmas vacíos, no quiere hombres. Quiere sombras. Sujetos manipulables. Consumidores emocionales que pidan permiso para respirar. Ni héroes, ni padres, ni líderes. Súbditos. Y, además, con pulsera feminista y camisa de lino unisex. Criticar esto no es de ser facha. Es de ser coherente. Es tener memoria histórica. Es tener conciencia de lo que estamos perdiendo. Porque cuando no hay hombres, tampoco hay mujeres. Ni familias. Ni comunidad. Ni futuro.

Ser hombre hoy, con virtud, con propósito, con amor al deber, es casi un delito. Pero también una necesidad. Hace falta rescatar la figura del hombre que no se esconde. Que no pide perdón por existir. Que sabe cuándo hablar, cuando callar y cuándo actuar. Que construye, que educa, que guía. Que da la cara. No queremos hooligans borrachos, ni tiranos del sofá. Pero tampoco queremos niños grande con miedo a la realidad.

 

 

DIOS NO BAILA A NUESTRO RITMO

  Hace unos días escuché a un anciano en una plaza hablar solo. Tenía el rostro marcado por los años, la mirada perdida en un horizonte...