Lo
que os traigo hoy no es porque me haya metido en una secta ni mucho menos, sino
porque como cristiano y persona con demasiadas horas de introspección, me paso
gran parte del día dándole vueltas a la cabeza. Y hoy, no sé si por la mala
noche o por la gracia del Espíritu, me he levanto inspirado. Así que allá voy. Paciencia,
porque esto tiene más densidad que un sermón medieval, pero espero que al final
os arranque no solo una lágrima, sino también un par de preguntas serias.
Decía
Pascal que “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse
tranquilos en una habitación”. Siglos después seguimos igual, solo que, con WiFi,
Instagram y un smartwatch que nos recuerda cada tres horas que no caminamos lo
suficiente para ser “felices”.
Vivimos
en un mundo obsesionado con producir, con rendir, con demostrar que somo
alguien a través de likes, abdominales y objetos que pronto acabarán en
Wallapop. Nos han convencido de que el valor de nuestra vida se mide en
productividad, en dinero, en experiencias publicables. Pero mientras nuestra
agenda rebosa, nuestro corazón se vacía. Y de pronto nos encontramos solos,
terriblemente solos, en medio de un ruido que no deja de sonar.
La
Biblia no se anda con rodeos. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero
si pierde su alma?” (Mc 8,36). No se puede decir más claro. Ganamos productividad,
estatus, reconocimiento y a cambio perdemos lo único que no se puede reponer en
Amazon Prime. El alma.
San
Agustín, que sabía lo que era perderse en los vicios y buscar consuelo en lo
mundano, lo dijo con esa frase que debería grabarse en la puerta de los
gimnasios y oficinas. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti”. Ahí está el problema. Queremos saciar
nuestra sed con refrescos que solo dan más sed. Llenamos la agenda, vaciamos el
alma.
El
mundo occidental ha declarado a Dios desempleado. Lo hemos jubilado
prematuramente y lo hemos sustituido por lo que Nietzsche llamaría “ídolos de
barro”. La fama, el físico, la fiesta eterna, el consumo. Pero ocurre lo mismo
que en una discoteca a las 6 de la mañana. Luces encendidas, música apagada y
todos nos damos cuenta de que la euforia era puro maquillaje.
¿Y
qué queda cuando se acaba el ruido? La soledad. Esa soledad que ya no se
disfraza con filtros ni con productividad. Esa soledad que nos enfrenta a la
pregunta que nadie quiere hacerse. ¿Quién soy yo cuando no produzco, cuando no
tengo éxito, cuando nadie me aplaude?
Aquí
es donde el Evangelio se convierte en un bofetón lleno de ternura. Porque Cristo
no recuerda que no somos esclavos de la productividad, sino hijos. Y que la
vida no consiste en demostrar nada al mundo, sino en dejarnos amar. Él mismo
buscaba el silencio, se retiraba a orar, porque sabía que sin esa raíz, todo lo
demás es humo.
La
paradoja de nuestro tiempo es cruel. Nunca hemos tenido más medios para comunicarnos,
y nunca nos hemos sentido tan solos. Nunca hemos tenido más estímulos, y nunca hemos
estado más vacíos. Somos como Marta, afanados y nerviosos por mil cosas, pero olvidando
lo único necesario.
El
camino hacia afuera nos deja exhaustos. El camino hacia dentro, hacia Dios, nos
devuelve a casa. Ahí la productividad ya no importa, ahí no hay ranking, ahí no
se mide el alma en rendimiento.
Quizá
el gran escándalo de hoy no se la fe, sino la ternura. En un mundo que nos pide
ser máquinas, Jesús nos recuerda que somos hijos. En un mundo que nos mide por
lo que hacemos, Dios nos ama por lo que somos. Y esa certeza, que muchos llaman
ingenuidad, es la única que puede salvarnos de esta soledad disfraza de éxito.
Al
final, la pregunta no es cuánto hemos producido, sino cuanto hemos amado. Porque
lo demás se desvanecerá como humo en el aire. Pero el amor, diría San Pablo,
nunca pasa.
Y
sí, probablemente mientras lees esto, tu móvil ya te ha notificado tres correos
del trabajo. No pasa nada, Respira. Haz silencio. Porque quizá en ese silencio
no te encuentres solo, sino acompañado por el Único que nunca abandona.