viernes, 20 de septiembre de 2024

Dios, la energía creadora y la obra predeterminada

 

Archivo de Jesús

 

La naturaleza de Dios ha sido objeto de innumerables reflexiones filosóficas y teológicas a lo largo de la historia de la humanidad. Varias religiones y sistemas de creencias han intentado definir la esencia de este Ser Supremo, y aunque muchas de estas definiciones difieren en sus detalles, todas coinciden en un aspecto esencial: Dios, de alguna forma, es el origen de todo lo que existe. Pero ¿qué pasaría si repensaramos la noción de Dios? ¿Si lo concebimos no como una figura antropomorfa con atributos definidos por religiones específicas, sino como una energía primordial, omnipotente y compasiva, que orquestó la creación del universo en un solo acto creativo? En esta perspectiva, Dios se convierte en autor de una obra de teatro que escribió momentos antes de crear la vida, donde todos los acontecimientos están predestinados y la única libertad verdadera está en nuestros pensamientos.

Imaginemos a Dios no como el dios tradicional de las religiones abrahámicas, ni como el Brahman hindú o el Tao chino. Este Dios es energía sin forma, infinito en poder y compasión. No tiene rostro ni características humanas, pero es la fuente de todo lo que existe. Antes de crear el universo, escribió una obra de teatro perfecta y completa, una secuencia inalterable de acontecimientos que incluye cada momento, cada acontecimiento, cada interacción en el vasto cosmos. Este Dios no está sujeto a las limitaciones del tiempo ni del espacio, y en su acto de creación todo quedó determinado: las estrellas, los planetas, la vida misma y todos los acontecimientos que sucederían a partir de ese momento inicial.

Aquí surge una interesante paradoja: Dios, siendo omnipotente, lo previó todo y lo escribió todo. Sin embargo, al iniciar este trabajo, parece haber perdido el control sobre el mismo. No porque sea incapaz de cambiarlo, sino porque la perfección de su obra reside en que ya no necesita intervención. Su voluntad es el guión que sigue la realidad. El universo sigue exactamente el rumbo que Dios le impuso, pero en su infinita sabiduría, supo que la verdadera libertad para los seres conscientes no debe estar en sus acciones físicas, sino en sus pensamientos.

En este modelo se abandona la concepción de un libre albedrío en el que cada ser humano decide sus acciones, para dar lugar a una comprensión más profunda y limitada de sí mismo. Las decisiones que tomamos, nuestras acciones en el mundo material ya están escritas. Si elegimos ir hacia la izquierda o hacia la derecha, si triunfamos o fracasamos en nuestros proyectos, todo esto ya estaba destinado a suceder. Esta noción puede resultar inquietante, ya que choca con nuestra idea cotidiana de libertad. Sin embargo, eso no significa que estemos condenados a la pasividad. Aquí es donde los pensamientos juegan un papel crucial.

El único verdadero dominio del libre albedrío reside en cómo interpretamos y respondemos a los acontecimientos de la vida. Dios, en su infinita compasión, nos dotó de la capacidad de pensar, de reflexionar, de soñar. A pesar de que no podamos cambiar lo que nos sucede, somo libres de determinar qué significado damos a lo que experimentamos. Esta libertad mental es nuestra conexión con la energía divina, nuestro único y verdadero acto de creación. A través de los pensamientos, reinterpretamos nuestra existencia y damos forma a nuestra experiencia interior del mundo, aunque las circunstancias externas permanezcan inalterables.

En este contexto, la vida no es un campo de batalla donde luchamos contra el destino, sino una experiencia que debemos vivir plenamente, conscientes de su naturaleza predeterminada. Pedirle algo a Dios en este sistema sería inútil, ya que nada de lo que sucede puede cambiarse. Las oraciones, en su sentido tradicional, carecen de significado cuando se dirigen a cambiar el curso de los acontecimientos. No se trata de rogar por la intervención divina para obtener lo que deseamos, sino de vivir la vida que no has sido dada con plena consciencia de su naturaleza. Dios, en su sabiduría, ya lo ha establecido todo, y nuestra tarea no es alterar el guion, sino interpretarlo con la mayor autenticidad posible.

Esta perspectiva filosófica no busca negar el valor de la vida ni de búsqueda de sentido; al contrario, plantea que el verdadero sentido de la existencia radica en la aceptación de lo que es. Cada individuo, al aceptar que no puede cambiar el destino externo, puede concentrarse en lo que realmente importa: su relación con la vida, con los demás, y con el misterio de la existencia. En lugar de luchar contra lo que no podemos controlar, debemos abrazar lo que se nos ha dado, vivirlo con integridad, y encontrar en nuestros pensamientos el espacio de libertad donde reside nuestra verdadera humanidad.

Este modelo filosófico propone una forma de vivir sin remordimientos ni reproches. Si todo está ya escrito y no podemos alterar lo que nos sucede, entonces no tiene sentido aferrarse a los “y si” del pasado o a las ansiedades del futuro. Las acciones cometidas, los errores y los éxitos forman parte de un destino que no depende de nosotros cambiar. Pero sí depende de nosotros cómo reaccionamos ante ellos, cómo los interpretamos y qué lecciones extraemos.

Dios, al no ser un juez que espera ser complacido, tampoco requiere de nuestros lamentos o arrepentimientos. No busca nuestra adoración ni nos castiga por nuestras fallas. Este Dios, como energía creadora, simplemente nos ha dado una existencia, y el mayor regalo que podemos hacerle es vivirla plenamente, con la compresión de que, aunque nuestros actos están escritos, nuestra interpretación de ellos sigue siendo nuestra.

La idea de un Dios que escribió una obra de teatro momentos antes de crear la vida nos invita a reflexionar profundamente sobre la naturaleza de la existencia y el libre albedrío. En este modelo, no somos dueños de nuestros actos, pero sí de nuestros pensamientos. No hay necesidad de pedirle a Dios, pues su voluntad ya ha sido realizada en cada aspecto de la creación. El desafío y la belleza de la vida radican en cómo elegimos pensar y vivir en medio de un destino ya trazado. Este enfoque filosófico nos libera de la carga de cambiar lo que podemos controlar y nos invita a enfocarnos en lo único que realmente nos pertenece: nuestra conciencia y nuestra actitud frente a lo que es.

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