sábado, 13 de septiembre de 2025

Lo que Jesús nos reveló sobre la muerte y que aún ignoramos

 


Cuando nos acercamos a los dichos de Jesús registrados en el Evangelio, nos encontramos con una enseñanza que trasciende lo meramente doctrinal y nos introduce en los límites de lo humano y lo divino. En el pasaje donde Cristo se despide de sus discípulos, dice "no se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas...". Este mensaje, en apariencia sencillo, es en realidad un mapa de la conciencia humana ante la muerte y la eternidad.
Los discípulos, en su humanidad, están turbados. El maestro que les ha guiado, que ha iluminado sus vidas y que ha sido referencia constante, está a punto de desaparecer de su mundo físico. La oscuridad se cierne sobre ellos. La noche de la existencia parece cerrarse y sus corazones tiemblan ante la fragilidad de la vida. Pero Jesús no les ofrece consuelo superficial, les revela un principio profundo. La confianza.
En la tradición hebraica, la palabra que tradujimos en su día como "creer" debería entenderse más bien como "confiar". Confiar implica un abandono activo, un dejarse sostener por la realidad misma, un reconocimiento de que la vida está custodiada por una inteligencia suprema. La muerte deja de ser un fin cuando se entiende que somos acogidos por esa casa del Padre, y que las moradas que nos prepara Jesús no son un espacio físico, sino un estado de conciencia en el que cada ser encuentra su lugar.
Aquí se manifiesta un fenómeno que trasciende cualquier dogma. La confianza es luz que ilumina sin distinciones. Como una lámpara que no decide qué iluminar, la confianza ilumina la vida, la muerte, al amigo y al enemigo, lo divino y lo humano. No es propiedad de una religión ni de un credo, es un don que transforma la percepción misma de la existencia. En este sentido, cuando Jesús afirma "yo soy el camino, la verdad y la vida", no habla de su persona histórica, sino del principio interior que conecta la vida ordinaria con la extraordinaria, la mente con la conciencia, lo temporal con lo eterno.
Tomás, el discípulo más inocente, le formuló una pregunta que revela el corazón del misterio. "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?" La respuesta de Jesús, "Yo soy el camino", nos enfrenta al secreto más radical. La presencia de Dios habita en nuestro corazón. No necesitamos buscar intermediarios, porque Cristo mismo nos abre el camino, la puerta se descubre a través de la oración, la meditación y la experiencia sincera de su amor. Aquí, la muerte deja de ser un final absoluto y se convierte en el paso hacia la vida plena en Dios, donde se realiza nuestra verdadera esencia en unión con Él.
La vida y la muerte, desde esta perspectiva, son solo dos caras de una misma realidad. La muerte no destruye lo esencial, disuelve únicamente la forma temporal, permitiendo que la vida, que es consciencia, continúe expandiéndose. Como afirma Jesús, la separación es aparente. "Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí, y yo en vosotros". La muerte del cuerpo físico no interrumpe esta conexión, quien ha entrado en la comprensión del Yo eterno, quien ha experimentado la confianza y el amor que trasciende la temporalidad, sigue participando de la luz divina incluso más allá de la apariencia física.
El discípulo que confía y ama no se queda en la dependencia, sino que, se transforma. La relación entre maestro y discípulo se convierte en un instrumento de transformación universal. A través del amor, el discípulo se disuelve en el maestro y, a través del maestro, en Dios. Jesús nos revela otra trinidad. Discípulo, Maestro y Dios, entrelazados en un flujo continuo de conciencia y vida eterna.
Jesús, antes de marchar, entrega la paz. "La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da, sino como yo os la doy". Esta paz no es negociable ni transaccional. No es un acuerdo, no es un trueque, ni tampoco puede ganarse o perderse. Es la manifestación del amor incondicional que permanece incluso ante la muerte. Para aquel que confía, la muerte no es un enemigo, sino la entrada a la auténtica vida, al misterio de la eternidad que late en cada ser humano.
Así, la enseñanza más profunda de Jesús no está en la forma, no está en los ritos, sino en la experiencia directa de la vida eterna, en la comprensión de que la muerte es solo un umbral hacia lo divino. En la medida que nos abrimos a esta luz, nos convertimos en testigos de la resurrección constante. La resurrección no como un evento histórico, sino como la transformación de la conciencia ordinaria en extraordinaria, de lo humano en divino, del fin aparente en eternidad.

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