Cartel de Alphonse Mucha. Cigarrillos Paris
A finales del siglo XIX, en pleno subidón de
fábricas, humo y máquinas que hacían “chucuchucu” a un grupo de artista se les
encendió la bombilla: “Oye, ¿y si en vez de tanto hierro feo llenamos el mundo
de curvas, flores y cosas que parezcan sacadas de un sueño raro?”. Y así, sin
pedir permiso, nació el Art Nouveau, que en Francia llamaban así, en España
Modernismo, en Alemania Jugendstill. Vamos que cada uno lo bautizó como quiso,
como si fuera un hijo secreto.
La cosa era simple. Poner belleza de en todo. En
las artes gráficas, aquello fue una fiesta. Carteles, tipografías,
ilustraciones… todo empezó a retorcerse con líneas onduladas, colores suaves y
mujeres que parecían ninfas recién salidas de un bosque mágico. Fue como pasar
del Windows 95 al Photoshop, pero en 1895.
Los grandes nombres se lo tomaron muy enserio.
Alphonse Mucha, que con un cartel te vendía cigarrillos o teatro como si fuera la
última maravilla del universo; Hector Guimard, que convirtió las bocas del
metro de París en plantas mutantes; y Klimt, que te pintaba oro, flores y
mujeres divinas como si fuera fácil. Y luego estaba Aubrey Beardsley, el que se
saltó el “todo bonito” y metió erotismo, humor negro y mala leche en sus
dibujos, hasta el punto de que hoy lo pondrían en la lista negra de Facebook.
El Art Nouveau vino a decir que el arte no era
solo para los museos, que podía estar en una barandilla, en tu taza de café o
en la etiqueta de una botella. Y lo hizo con tanto estilo que, más de un siglo
después, todavía miras un póster de Mucha y piensas que es bonito y no hace
falta enchufarlo a la luz.
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