Imagina esto. Un grupo de viajeros nómadas que
viene de Aztlán (ese mítico lugar que difícilmente encuentras en Google Maps)
recibe una llamada divina. El dios Huitzilopochtli les dice que se borren sus
nombres antiguos y que se llamaran Mexica. Además, les encarga encontrar su
nuevo hogar. Tras varias idas y venidas, llegan al Lago de Texcoco y montan
Tenochtitlan, una ciudad flotante que era como Venecia, pero con pirámides y
más caos organizado.
Resulta que estos tipos eran tan cosmopolitas
como obsesos del entrenamiento extremo. Montaban batallas rituales llamadas
Guerras Floridas solo para conseguir prisioneros con los que hacer sacrificios
que creían mantener a los dioses contentos. Nada de invasiones ni dominar por
territorios, era todo muy pactado, con fuego de incienso, guerreros adornados,
reglas claras y un solo objetivo. ¡Corazones frescos!
En paralelo, mientras la gente entrenaba para
ser los primeros en ser capturados (porque morir sacrificados era como ganarse
un pase VIP al cielo), los ingenieros mexicas estaban construyendo un sistema
hidráulico digno de admirar. Dos acueductos de varios kilómetros hechos de
terracota traían agua fresca desde los manantiales de Chapultepec hasta su
ciudad lacustre. Uno fue destruido por una inundación, y el siguiente,
levantado por Neahualcóyotl, era tan
robusto que permitía que el agua fluyera sin interrupciones mientras por abajo
navegaban canoas como si fueran cales tipo Venecia nivel harcore.
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