jueves, 21 de agosto de 2025

Soledad en tiempos de productividad

 


Lo que os traigo hoy no es porque me haya metido en una secta ni mucho menos, sino porque como cristiano y persona con demasiadas horas de introspección, me paso gran parte del día dándole vueltas a la cabeza. Y hoy, no sé si por la mala noche o por la gracia del Espíritu, me he levanto inspirado. Así que allá voy. Paciencia, porque esto tiene más densidad que un sermón medieval, pero espero que al final os arranque no solo una lágrima, sino también un par de preguntas serias.

Decía Pascal que “toda la desgracia de los hombres proviene de no saber quedarse tranquilos en una habitación”. Siglos después seguimos igual, solo que, con WiFi, Instagram y un smartwatch que nos recuerda cada tres horas que no caminamos lo suficiente para ser “felices”.

Vivimos en un mundo obsesionado con producir, con rendir, con demostrar que somo alguien a través de likes, abdominales y objetos que pronto acabarán en Wallapop. Nos han convencido de que el valor de nuestra vida se mide en productividad, en dinero, en experiencias publicables. Pero mientras nuestra agenda rebosa, nuestro corazón se vacía. Y de pronto nos encontramos solos, terriblemente solos, en medio de un ruido que no deja de sonar.

La Biblia no se anda con rodeos. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mc 8,36). No se puede decir más claro. Ganamos productividad, estatus, reconocimiento y a cambio perdemos lo único que no se puede reponer en Amazon Prime. El alma.

San Agustín, que sabía lo que era perderse en los vicios y buscar consuelo en lo mundano, lo dijo con esa frase que debería grabarse en la puerta de los gimnasios y oficinas. “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Ahí está el problema. Queremos saciar nuestra sed con refrescos que solo dan más sed. Llenamos la agenda, vaciamos el alma.

El mundo occidental ha declarado a Dios desempleado. Lo hemos jubilado prematuramente y lo hemos sustituido por lo que Nietzsche llamaría “ídolos de barro”. La fama, el físico, la fiesta eterna, el consumo. Pero ocurre lo mismo que en una discoteca a las 6 de la mañana. Luces encendidas, música apagada y todos nos damos cuenta de que la euforia era puro maquillaje.

¿Y qué queda cuando se acaba el ruido? La soledad. Esa soledad que ya no se disfraza con filtros ni con productividad. Esa soledad que nos enfrenta a la pregunta que nadie quiere hacerse. ¿Quién soy yo cuando no produzco, cuando no tengo éxito, cuando nadie me aplaude?

Aquí es donde el Evangelio se convierte en un bofetón lleno de ternura. Porque Cristo no recuerda que no somos esclavos de la productividad, sino hijos. Y que la vida no consiste en demostrar nada al mundo, sino en dejarnos amar. Él mismo buscaba el silencio, se retiraba a orar, porque sabía que sin esa raíz, todo lo demás es humo.

La paradoja de nuestro tiempo es cruel. Nunca hemos tenido más medios para comunicarnos, y nunca nos hemos sentido tan solos. Nunca hemos tenido más estímulos, y nunca hemos estado más vacíos. Somos como Marta, afanados y nerviosos por mil cosas, pero olvidando lo único necesario.

El camino hacia afuera nos deja exhaustos. El camino hacia dentro, hacia Dios, nos devuelve a casa. Ahí la productividad ya no importa, ahí no hay ranking, ahí no se mide el alma en rendimiento.

Quizá el gran escándalo de hoy no se la fe, sino la ternura. En un mundo que nos pide ser máquinas, Jesús nos recuerda que somos hijos. En un mundo que nos mide por lo que hacemos, Dios nos ama por lo que somos. Y esa certeza, que muchos llaman ingenuidad, es la única que puede salvarnos de esta soledad disfraza de éxito.

Al final, la pregunta no es cuánto hemos producido, sino cuanto hemos amado. Porque lo demás se desvanecerá como humo en el aire. Pero el amor, diría San Pablo, nunca pasa.

Y sí, probablemente mientras lees esto, tu móvil ya te ha notificado tres correos del trabajo. No pasa nada, Respira. Haz silencio. Porque quizá en ese silencio no te encuentres solo, sino acompañado por el Único que nunca abandona.

 

viernes, 8 de agosto de 2025

¿Cuál es la isla más grande del mundo?

 

¿La isla más grande del mundo? Pues no, no es Hawái, ni Mallorca, ni esa isla que siempre confundes con una nube cuando la ves en el mapa. Es Groenlandia, ese gigante helado que parece sacado de una peli de ciencia ficción o del congelador de tu abuela.

Groenlandia mide más de 2 millones cuadrados, lo que viene a ser como poner España, Francia, Alemania, Italia y Portugal juntos, y aún sobraría espacio para bailar un botellón gigante. Eso sí, la mayoría de esa isla está cubierta de hielo, porque si no, sería demasiado buena para ser verdad.

Su nombre viene del vikingo Erik el Rojo, que, para atraer a más colonos, decidió llamarla “Tierra Verde” en plan marketing adelantado. Spoiler: la mayor parte es más blanca que un yogurt sin azúcar.

Geográficamente, está en América del Norte, pero políticamente pertenece a Dinamarca, así que es como un invitado extranjero que no se va nunca de la fiesta.

Así que ya sabes, la próxima vez que alguien te pregunta por la isla más grande, suelta Groenlandia y déjale pensando si no le habías engañado toda la vida con islas de tamaño mini.

¿Cómo nació el pueblo Mexica?

 

Imagina esto. Un grupo de viajeros nómadas que viene de Aztlán (ese mítico lugar que difícilmente encuentras en Google Maps) recibe una llamada divina. El dios Huitzilopochtli les dice que se borren sus nombres antiguos y que se llamaran Mexica. Además, les encarga encontrar su nuevo hogar. Tras varias idas y venidas, llegan al Lago de Texcoco y montan Tenochtitlan, una ciudad flotante que era como Venecia, pero con pirámides y más caos organizado.

Resulta que estos tipos eran tan cosmopolitas como obsesos del entrenamiento extremo. Montaban batallas rituales llamadas Guerras Floridas solo para conseguir prisioneros con los que hacer sacrificios que creían mantener a los dioses contentos. Nada de invasiones ni dominar por territorios, era todo muy pactado, con fuego de incienso, guerreros adornados, reglas claras y un solo objetivo. ¡Corazones frescos!

En paralelo, mientras la gente entrenaba para ser los primeros en ser capturados (porque morir sacrificados era como ganarse un pase VIP al cielo), los ingenieros mexicas estaban construyendo un sistema hidráulico digno de admirar. Dos acueductos de varios kilómetros hechos de terracota traían agua fresca desde los manantiales de Chapultepec hasta su ciudad lacustre. Uno fue destruido por una inundación, y el siguiente, levantado por  Neahualcóyotl, era tan robusto que permitía que el agua fluyera sin interrupciones mientras por abajo navegaban canoas como si fueran cales tipo Venecia nivel harcore.

¿Cómo nació el Art Nouveau?

Cartel de Alphonse Mucha. Cigarrillos Paris

                                                     Cartel de Alphonse Mucha. Cigarrillos Paris


A finales del siglo XIX, en pleno subidón de fábricas, humo y máquinas que hacían “chucuchucu” a un grupo de artista se les encendió la bombilla: “Oye, ¿y si en vez de tanto hierro feo llenamos el mundo de curvas, flores y cosas que parezcan sacadas de un sueño raro?”. Y así, sin pedir permiso, nació el Art Nouveau, que en Francia llamaban así, en España Modernismo, en Alemania Jugendstill. Vamos que cada uno lo bautizó como quiso, como si fuera un hijo secreto.

La cosa era simple. Poner belleza de en todo. En las artes gráficas, aquello fue una fiesta. Carteles, tipografías, ilustraciones… todo empezó a retorcerse con líneas onduladas, colores suaves y mujeres que parecían ninfas recién salidas de un bosque mágico. Fue como pasar del Windows 95 al Photoshop, pero en 1895.

Los grandes nombres se lo tomaron muy enserio. Alphonse Mucha, que con un cartel te vendía cigarrillos o teatro como si fuera la última maravilla del universo; Hector Guimard, que convirtió las bocas del metro de París en plantas mutantes; y Klimt, que te pintaba oro, flores y mujeres divinas como si fuera fácil. Y luego estaba Aubrey Beardsley, el que se saltó el “todo bonito” y metió erotismo, humor negro y mala leche en sus dibujos, hasta el punto de que hoy lo pondrían en la lista negra de Facebook.

El Art Nouveau vino a decir que el arte no era solo para los museos, que podía estar en una barandilla, en tu taza de café o en la etiqueta de una botella. Y lo hizo con tanto estilo que, más de un siglo después, todavía miras un póster de Mucha y piensas que es bonito y no hace falta enchufarlo a la luz.

jueves, 7 de agosto de 2025

¿Dónde están los hombres? Reflexión sobre la masculinidad en tiempos líquidos

 


“Un hombre no nace, se forja”, dijo, posiblemente, un romano. Vivimos en una época en la que los referentes masculinos no son héroes, pensadores, guerreros ni líderes. No. Hoy ser hombre es, como mucho, saber abrir una cuenta de TikTok y decir que te “identificas” como un unicornio vegano y lunar. Pero cuidado. No te atrevas a llevar la contrario o te cancelan. Estamos ante una masculinidad diluida, descafeinada, domesticada. Y peor aún, avergonzada de ser lo que es.

Si uno repasa la historia, pero de verdad, no con gafas moradas, descubre que el concepto de hombre ha estado íntimamente ligado a la virtud, la responsabilidad y el carácter.

Los griegos tenían el areté. Excelencia, virtud, dominio de uno mismo. Ser hombre no era simplemente tener barba o voz grave. Era tener honor, sabiduría y agallas. Leónidas no pidió permiso para ser varón; lo fue en cada gesto, en cada decisión. Y no se identificaba como “líder espartano no binario” cuando iba al combate.

En Roma, el ideal de vir (de ahí viene “virtud”, por cierto) era el del ciudadano que servía a la res publica (quien no sepa lo que es, que lo busque), educaba con el ejemplo y prefería la muerte al deshonor. Séneca, Cicerón o Marco Aurelio no necesitaban una cuenta de OnlyFans para validar su autoestima.

Y luego llegaron los siglos. Hombres como Carlomagno, Cervantes, Garibaldi, Dostoievski, San Juan de la Cruz, Bolívar, Marx… Todos distintos, sí, pero con cosas en común. El carácter, la fortaleza y un proyecto de vida. Hombres que construían, lideraban y guiaban. Ahora, en cambio, no.

Hoy nos venden que la masculinidad es tóxica. Que ser hombre está mal. Que, si tienes una voz firme, ya eres opresor. Que, si quieres formar una familia y educar a tus hijos con valores, eres facha. Y si no te apuntas al bingo del género fluido, te acusan de intolerante. La figura del padre se ha convertido en un adorno. El referente masculino ha pasado de ser Alejandro Magno a ser un influencer que hace bailes con filtro de mariposas. Vamos, que, si Aristóteles viviera hoy, estaría tomando Diazepam por prescripción Woke.

Mientras tanto, los chavales crecen sin dirección. Sin brújula moral. Sin ejemplos. Y con una escuela que les repite que ser hombre está mal, que deben reprimir su instinto, pedir perdón por existir y dejarse vestir de princesa “porque es inclusivo”. Vamos a decirlo claro.  No se trata de volver a un machismo rancio y chabacano. No se trata de prohibir el llanto ni imponer el silencio. Pero tampoco de borrar al varón ni disolver su identidad con un cóctel hormonal de color arcoíris.

La masculinidad es necesaria. No por nostalgia, sino por biología, cultura e historia. Un hombre equilibrado es el que protege, construye, dirige con firmeza y ama con entrega. No el que se peina con glitter y pregunta a Chat GPT como seducir con lenguaje neutro. ¿Dónde está el hombre que da un paso al frente cuando todo el mundo se esconde? ¿Dónde está el hombre que cuida sin avergonzarse, que forma sin pedir perdón, que educa sin pedir permiso? La respuesta es: lo están matando. Culturalmente. Desde los medios, desde las escuelas, desde la “nueva masculinidad” que, más que nueva, es neutra y cobarde.

El progresismo actual, ese que se disfraza de empatía y solo escupe dogmas vacíos, no quiere hombres. Quiere sombras. Sujetos manipulables. Consumidores emocionales que pidan permiso para respirar. Ni héroes, ni padres, ni líderes. Súbditos. Y, además, con pulsera feminista y camisa de lino unisex. Criticar esto no es de ser facha. Es de ser coherente. Es tener memoria histórica. Es tener conciencia de lo que estamos perdiendo. Porque cuando no hay hombres, tampoco hay mujeres. Ni familias. Ni comunidad. Ni futuro.

Ser hombre hoy, con virtud, con propósito, con amor al deber, es casi un delito. Pero también una necesidad. Hace falta rescatar la figura del hombre que no se esconde. Que no pide perdón por existir. Que sabe cuándo hablar, cuando callar y cuándo actuar. Que construye, que educa, que guía. Que da la cara. No queremos hooligans borrachos, ni tiranos del sofá. Pero tampoco queremos niños grande con miedo a la realidad.

 

 

miércoles, 19 de marzo de 2025

Señor, dame paciencia

 

Ficha técnica:

Título: Señor, dame paciencia

Año: 2017

Director: Álvaro Díaz Lorenzo

Género: Comedia

Nacionalidad: España

Duración: 91 minutos

 

Esta película, pese a no ser una obra maestra del cine, sigue siendo una opción ligera para disfrutar en familia. Su mezcla de humor y temáticas contemporáneas, como las diferencias ideológicas y generacionales dentro de una familia, la convierten en una propuesta interesante de analizar dentro del cine de comedia española

Señor, dame paciencia sigue la historia de Gregorio (Jordi Sánchez), un hombre de mentalidad cerrada y carácter conservador, que tras la repentina muerte de su esposa Marisa (Rossy de Palma) debe enfrentarse a un fin de semana con sus hijos y parejas, todas radicalmente opuestas a sus valores. El viaje al sur de España para esparcir las cenizas de su mujer se convierte en un choque cultural y generacional que lleva al protagonista a cuestionarse sus prejuicios y formas de ver la vida. Con situaciones cómicas y momentos de tensión disfrazados de humor, la película busca transmitir un mensaje de tolerancia y aceptación.

La película sigue la línea de otras comedias familiares como Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015), donde se exploran las diferencias culturales y los prejuicios a través de un tono humorístico. Sin embargo, a diferencia de estas, Señor, dame paciencia se centra en la dinámica familiar más que en los contrastes regionales. Además, su tono recuerda a clásicos de la comedia estadounidense como Mi gran boda griega (2002), donde también se juega con las tensiones familiares y el choque de ideologías.

En cuanto a la puesta en escena, la película no ofrece grandes innovaciones. La dirección de Álvaro Díaz es funcional, sin riesgos ni un estilo distintivo. El movimiento de cámara es convencional, con predominio de planos medios y generales que buscan capturar la interacción entre los personajes sin destacar especialmente en la composición visual. la cinematografía es colorida y luminosa, reflejando el tono ligero de la historia, pero sin grandes esfuerzos estéticos.

La ambientación en el sur de España añade un punto pintoresco a la película, pero se apoya en estereotipos más que en una representación auténtica. La banda sonora cumple su función sin destacar, acompañando las escenas de humor con ritmos animados y ligeros.

Señor, dame paciencia no es una película que deje huella en la historia del cine, ni destaca especialmente dentro del género de la comedia. Sin embargo, es una opción entretenida para ver en familia, sin mayores exigencias. Su humor es sencillo y accesible, aunque en ocasiones algo forzado, y su mensaje de tolerancia y aceptación, aunque predecible, es positivo. La película que, aunque no merece un aprobado en términos cinematográficos, puede ser una opción adecuada para una tarde risas en familia.


martes, 18 de marzo de 2025

Padre no hay más que uno 2. Una secuela familiar con el sello de Segura

 

Padre no hay más que uno 2: La llegada de la suegra es una comedia española estrenada en 2020, dirigida y protagonizada por Santiago Segura. Se trata de la secuela de Padre no hay más que uno (2019) y sigue la fórmula de humor familiar con toques de enredo y situaciones cotidianas exageradas. La película cuenta con un elenco coral en el que destaca Toni Acosta, Martina D’Antiochia, Leo Harlem y Loles León, entre otros.

Esta película es un fenómeno dentro del cine comercial español, convirtiéndose en la más taquillera de 2020 en España a pesar de haber sido estrenada en plena pandemia. Su éxito demuestra que Santiago Segura ha encontrado la fórmula para conectar con el público familiar, y por ello resulta interesante analizarla.

La historia sigue a Javier (Santiago Segura), un padre de familia que, tras haber aprendido a gestionar la casa en la primera entrega, ahora se enfrenta a nuevos desafíos: la llegada de un bebé y la irrupción de la temida suegra (Loles León). A partir de esta premisa, la película se desarrolla como una sucesión de situaciones cómicas que giran en torno al caos de la vida familiar, desde la preparación del nacimiento hasta los enredos con los niños y los problemas cotidianos de un hogar con muchos integrantes.

La película mantiene un tono ligero, con un ritmo ágil que no deja espacio para el aburrimiento. El humor es sencillo y accesible, basado en la exageración de las situaciones familiares con las que cualquier espectador puede identificarse. Las bromas giran en torno a los choques generacionales, la paternidad y los malentendidos típicos de la convivencia. Sin embargo, aunque el guion logra su propósito de hacer reír, a veces cae en estereotipos y en un humor algo predecible.

Santiago Segura no solo busca la risa, sino que también transmite un mensaje claro: la familia, a pesar de sus conflictos y diferencias, es el núcleo esencial de nuestras vidas. A diferencia de otras comedias familiares más cínicas o irrelevantes, Padre no hay más que uno 2 apuesta por un tono más amable y entrañable, con un tono conciliador que recuerda a las películas clásica de enredo.

A nivel técnico, la película es funcional y efectiva. No hay un gran despliegue visual, pero la dirección de Segura aprovecha bien los espacios domésticos para potencial la sensación de caos familiar. La cámara se mueve con fluidez en las escenas de acción (como los desastres en casa o los enredos en el hospital), y el montaje contribuye a mantener el ritmo cómico. No obstante, no es una película que destaque por su fotografía o una puesta en escena innovadora. Su fuerte radica más en la química entre los personajes y las dinámicas en los diálogos.

Santiago Segura es un cineasta que ha evolucionado desde su etapa más gamberra (Torrente) hacia un cine más familiar y accesible. Con esta saga, se posiciona como el rey de la comedia familiar española actual, siguiendo la estela de directores como Frank Capra en su búsqueda de historias que unan a varias generaciones. Además, el éxito de estas películas demuestra la demanda de cine apto para todas las edades en España, en contraste con la oferta predominante de cine independiente o de autor.

 


Idealismo alemán

  Últimamente estoy leyendo mucha filosofía, porque me apasiona. En especial, estoy leyendo filosofía germánica. Y hay algo en esos textos, ...